Aquella noche, el bar apestaba especialmente a alcohol, sudor y tabaco, y sin embargo estaba lleno. Sobre el escenario, embutida en un traje que le quedaba pequeño y con excesivo carmín en los labios, una tal Moby Dick cantaba con voz rota una triste canción. Decía algo de un amor obsesivo, aunque no le presté mucha atención.

En la barra, un hombre grandote y risueño contaba a tres borrachos aburridos cómo había pasado de ser un abogado mileurista a ser un coach con miles de seguidores en Instagram. Olvídate de la preocupación -le decía al único que parecía prestarle atención- busca siempre, siempre, por encima de todo, lo más vital. 

En la esquina más sombría, un orondo señor que se hacía llamar Napoleón trataba de convencer al bueno de Platero -un ingenuo de los que aún miran con ojos de inocente-  de que algunos animales son más animales que otros. Si haces lo que yo diga, camarada, dejarás de ser de los otros.

A mi mesa se sentó -más bien se desparramó- un flacucho de bigotes finos y mirada perdida. El pobre desvariaba casi todo el tiempo, pero en un momento de lucidez me confesó que no eran molinos, rediós, ¡sino gigantes! Creo que por nombre tenía Rocinante.

Me fui con la excusa de ir al baño, aunque al abrir la puerta tuve un desagradable incidente. Un señor bastante bajito, vestido con la chaqueta de un traje, los pantalones de otro y dos zapatos diferentes, me empujó sin disculparse y salió despavorido del bar. Iba pendiente de un maldito reloj, preocupado porque ya eran más de las tres.

Desde el interior del baño oí unos susurros que procedían de la calle. Me subí a la papelera para alcanzar la ventana que daba al callejón. Ahí fuera, dos siluetas oscuras parecían conspirar contra la vida de alguien.

-Eso es una locura, Plutón -oí que decía una de las voces.

-¿Acaso no ves el hueco que tengo por ojo? ¿No crees que las marcas de mi cuello merecen venganza? Ese maldito perro tendrá su merecido.

Oí cómo se alejaban, así que volví para sentarme en una mesa, esta vez a solas. Rocinante no decía ya nada con sentido, y además me apetecía tomarme una copa en silencio. Sé que aquel era un sitio de mala muerte, donde viejos héroes y canallas se reunían para darle brillo a sus tristes historias, pero allí me sentía como en casa. Allí podía olvidar -aunque sólo fuera por unas horas- que mi destino era, y será, volar eternamente para repartir cartas entre magos y brujas.

 

Relato seleccionado entre los 10 candidatos a ganar el premio organizado por Zenda Libros con motivo del Día Mundial de los Animales de 2019. Más info.

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