Primer capítulo de Costa

A continuación puedes leer el primer capítulo de la novela negra «Costa», primer volumen de la Saga Costa que protagoniza el Detective Ángel Costa. ¡Espero que te guste! Tienes disponibles todas las novelas en este enlace de amazon.

Ángel Costa - Detective Privado

Lo único que teme Ángel Costa es volverse loco. Cruzar esa fina línea —a veces basta con tener un mal día— que separa a una persona corriente del manicomio. Piensa en ello mientras fuma un cigarrillo en una oscura calle del centro de Sevilla, protegido con gabardina y sombrero de la lluvia que cae desde hace unos minutos. Tiene la mirada fija en la puerta de un bar, el único que sigue abierto a estas horas de la madrugada, el único que rompe el silencio que se impone en el resto de la calle.

«Para de beber, perro». Lo piensa, pero no lo dice.

En su trabajo está acostumbrado a esperar, sobre todo a hacerlo sin que pase nada interesante, pero sabe que las probabilidades de seguir a alguien sin ser visto se reducen a medida que se aproxima el amanecer. Tampoco le gusta que sea otro el que se emborrache, todo hay que decirlo.

Consulta su reloj —un Omega que jamás podría haberse permitido, regalo de uno de sus clientes más importantes— y comprueba que son las tres y cinco de la madrugada. Expulsa el humo, tira el cigarrillo al suelo y lo pisa con su elegante zapato italiano que sí que se puede permitir.

La puerta del bar, por fin, se abre. A través de ella aparece un hombre. Su aspecto es deplorable, muy alejado de lo que Costa consideraría una persona decente. Lleva la camisa por fuera y los pantalones vaqueros caídos. Parece que se ha dejado crecer la barba unos tres días y la barriga unos cuarenta años.

«Por fin sales, perro». Costa lo piensa, pero no habla.

Espera tranquilo, oculto en la oscuridad, atento a los movimientos del hombre, torpes y lentos por culpa del alcohol.  Ve cómo saca el móvil del bolsillo con dificultad. La pantalla lo deslumbra y adopta una mueca que controla toda su cara.

La lluvia, aunque leve, empapa su pelo y su camisa, pero no parece importarle. Ni siquiera parece que se esté dando cuenta. Cuando echa a andar, Costa sale de la esquina en la que se esconde y lo sigue. Lo hace a varios metros de distancia, aunque sospecha que podría respirar en la nuca de aquel tipo sin que se diera cuenta de su presencia.

Ha estudiado sus rutinas en los últimos días y conoce a la perfección todo lo que se dispone a hacer. Sabe que mirará el móvil varias veces. Sabe que si se encuentra con alguna chica por la calle se parará para observarla con descaro, aunque no se atreverá a decirle nada. Y sabe lo más importante: que cruzará a pie el viejo barrio de la judería para volver a casa. Aunque allí, esta vez, no lo estará esperando su mujer, que como ha acordado con Costa sigue jugando en un bingo del otro lado de la ciudad, asegurándose de que la cámara del local la grabe en todo momento.

Dos semanas atrás, ella fue hasta el despacho de Ángel Costa para contratar sus servicios. Al principio todo apuntaba a que era un caso rutinario más: ella sospecha que su marido le pone los cuernos, así que contrata a un detective privado para que lo espíe, saque algunas fotos comprometidas y le allane el divorcio. Lo de siempre. Sin embargo, ella no parecía lo de siempre. O bien sabía que no le era infiel o bien le daba igual. El día que empezó a investigarlo comprendió que la mujer no lo había contratado para descubrir una infidelidad, sino para salvar su propia vida.

Desde que firmó el contrato con ella, aquel hombre le había puesto la mano encima hasta en cinco ocasiones. Cinco palizas en menos de dos semanas. A veces lo hacía sin gritar. Sin hablar. Como si aquello fuera una tarea rutinaria. Profesional.

Ahora, mientras ve al hombre tambalearse de vuelta a casa, aún resuenan en su cabeza los gritos de ella. Gritos perfectamente audibles desde el rellano de un bloque de pisos donde todos los vecinos parecían sufrir problemas de audición.

Se alegra de haber mantenido la sangre fría, de no haber actuado en ninguna de esas cinco ocasiones, de haber conseguido reprimir las ganas de derribar la puerta y romperle todos los huesos del brazo. Entrar en el piso y parar alguna de aquellas palizas por la fuerza sólo habría empeorado las cosas. Para ella y para él mismo.

«Sólo cuando muere el perro se acaba la rabia».

El Callejón del Agua —estrecho, largo y solitario— le parece el lugar perfecto para acabar con la rabia y con el perro al que persigue.

Acelera un poco el ritmo para acercarse a su objetivo, que sigue sin darse cuenta del inminente final que lo espera, ajeno a que el detective ha sacado una pistola y le apunta por la espalda.

—Eh, tú —lo llama Costa con su voz ronca de serie, oculto entre las sombras.

El perro se vuelve, aunque no hay señal de la rabia. Fuera de las paredes de su casa tan sólo es una versión acobardada de un caniche. Con perdón de los caniches.

—¿Qué? —responde el perro mientras se gira y se fija en la pistola que le apunta.

Si supiera que esta es la última vez que habla quizás elegiría otra respuesta más apropiada, más solemne, o al menos orientada a buscar una excusa desesperada para evitar su final. Claro que implorar perdón es ahora mismo igual de inútil que ladrar. Su suerte está echada desde hace unos días y ninguna de las palabras del diccionario podrá hacer que cambie.

Lo primero que oye el perro es el sonido del disparo. Seco, fuerte. Un estruendo que retumba en las paredes del callejón.

Baja la mirada y se lleva las manos al estómago, donde una bala acaba de alojarse de forma certera. Limpia.

Se arrodilla por el dolor, con las manos empapadas en su propia sangre.

Levanta la cabeza y mira a su verdugo, que se acerca hasta él y lo derriba de una patada. 

No comprende nada.

Se pregunta por qué un hombre al que no ha visto jamás le acaba de disparar y, encima, le sonríe.

La rabia ni siquiera aparece en sus últimos minutos de vida. El perro muere solo, desangrándose lentamente. Tirado en la calle mientras la sangre se extiende a su alrededor, formando una mancha que los operarios de limpieza municipal tardarán unos días en quitar por completo.

 

En otra zona de la ciudad, una mujer ha cantado bingo.

 

Muerto el perro, se acabó la rabia.

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